jueves, 16 de julio de 2009

Amén



Éste fin de semana me permití apropiarme de una experiencia única y renovadora, específicamente el día domingo acudí -después de años de no hacerlo- a misa dominical (por supuesto). La ocasión no demeritó importancia como la de acompañar a mi abuelo y a mi madre a la conmemoración de un mes de fallecimiento de un familiar al que no recuerdo en lo absoluto y a pesar que considero una pérdida de tiempo éste tipo de ruegos y lamentaciones, me ofrecí como conductor voluntario a sabiendas que tendría que hacer mí mayor esfuerzo por escuchar los salmos y los benditos sermones.


Pues bien, la aventura comenzó cuando recogí al abuelo en su casa, después de medio consomé servido exquisitamente en un tazón de barro, un taco de barbacoa y uno más de pancita verde (pido disculpas sí muy malintencionadamente les he provocado un repentino apetito).


Excesivamente puntuales llegamos a la iglesia San Francisco de Asís donde un grupo integrado por personas con muy poco en común entonaban coros que de verdad créanmelo inspiraban paz interior y sugerentemente invitaban a la reflexión.


Sin darnos cuenta esperamos pacientemente treinta minutos, las personas arribaban al templo, pero no había indicio alguno de que aquel servicio estuviera a punto de comenzar. Súbitamente los rayos del sol comenzaron a entrar por uno de los ventanales superiores apuntalándome maquiavélica y directamente a los ojos ¿acaso se trataba de una señal divina? Esquivé por un instante la incisiva “señal” para terminar a los pocos segundos -divina ó no- cediendo por completo a ella.


Una llamada hecha a la tía y no precisamente de las “muchachas” nos devolvió a la realidad confirmando lo que tanto temíamos, la misa iniciaba a las once horas y no a las diez como nos lo había hecho saber la abuela. Así que decidimos continuar esperando, escuchando los coros y también los ruegos que se hacían después de finalizar cada copla, el último de ellos imploraba al señor fortaleza para continuar adelante, para olvidar el dolor y confiar plenamente en que es él quien dispone los retos, los duelos y las bendiciones; la misma suplica rogaba por la sabiduría para educar a los hijos y por el valor para hacer frente a la enfermedad y a la propia adversidad, justo en ese momento mis ojos se detuvieron en un pendón que colgaba de uno de los pilares situados en el lado izquierdo donde se leía: ha sido satanás quien trajo las enfermedades y las carencias…


Finalmente el coro terminó su intervención y mientras guardaban los instrumentos y los atriles, el sacerdote y muchas personas más que le acompañaban hicieron su aparición emulando por completo un acto por demás solemne, se encendieron cirios y se asignaron tareas entre ellas por supuesto la de los curiosos canastitos donde se solicitan voluntarias aportaciones.


Debo confesar que a mí costado derecho se sentó un niño de escasos nueve años con un colorido manual que se titulaba “Misal para niños” así que mientras el sacerdote hablaba yo hice trampa y leí las citas y los salmos y por vez primera entendí claramente lo que se decía, “aclarando” que el que entendiera lo que el sacerdote expresaba no precisamente fue equivalente a comprender en su totalidad el objetivo de la ceremonia.


Y, con gran pesar también comprobé que la iglesia católica y apostólica tampoco es sinónimo de compartir (ni que decir del amor entre los prójimos y los hermanos) ya que mi pequeño amigo se percató que me encontraba devorando su pequeño libro y acto seguido lo volteó para impedirme continuar leyendo, por instantes me sentí en la escuelita donde se acostumbraba tapar tu examen con el codo apoyado en la mesita de trabajo para que los “copiones” no repitieran tus estudiadas respuestas.


Pero… (ciertamente hay un pero) la justicia divina se hizo presente cuando la mamá del pequeño pícaro arremetió tan fulminante mirada que lo hizo temblar de purititito miedo.


Después de mi desafortunada trastada le demostré que de mi parte no había rencor alguno al otorgarle “fraternalmente la paz de Cristo” y obsequiándole la mejor de mis sonrisas.


Lo más importante y la razón de éste relato es que muy cerca de mí pude notar a un grupo de niñas con un denominador común: una gorra, una mascada o bien un sombrero coqueto cubría sus cabecitas rapadas, niñas enfermas que en ningún momento ni bajo ninguna circunstancia dejaron de sonreír y de hacer notar la característica coquetería del género femenino.


Observé también a un joven con lentes oscuros que cubrían unos ojos que observaban muy a su manera apoyados de un bastón, vi a su madre que luchaba por contener el llanto al mirarlo y a su pequeño hermano que intentaba saber que sucedía. Me asombré con una humilde pareja de adultos plenos compartiendo víveres para los aún más necesitados y por supuesto que también contemplé admirado la fe con la que los devotos se dirigían a una imagen enclavada en la cruz.


Fue entonces que caí en la cuenta que somos tan afortunados como decidimos serlo, somos tan bendecidos en la medida que nos consentimos aceptar esas bendiciones y que podemos llegar a ser tan dichosos como creamos que podemos serlo.


Al final del día no importa el concepto de religiosidad que cada quién con su cada cual persiga, lo importante es tener fe, esperanza y por supuesto confianza en uno mismo y en los demás. Agradecer por lo que tienes y en igual proporción por lo que no tienes porque recíprocamente te hace valorar aquello que más atesoras.


Casualidad ó no esa misma tarde vi una película que cita una frase que me motivó a reflexionar aún más “tienes treinta minutos para estar en el cielo… antes que el diablo sepa que has muerto”, para mí esos treinta minutos han sido y por supuesto continuarán siendo el álbum de recuerdos, anécdotas y experiencias acumuladas a lo largo de mi existencia porque sin duda alguna el cielo es aquí y ahora.


Eres el cielo, el que busco al despertar…


Nos leemos luego.


viktorkamacho.

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