lunes, 12 de diciembre de 2011

Recuerdos.



@viktorkamacho



Mi madre solía leerme cuentos, historias que incluían guerreros medievales, castillos, magos y princesas encantadas. Cada fin de semana sin excepción, mi madre tomaba un viejo libro despastado y comenzaba a leer.

Recuerdo que su manera de conducir las historias era única, la entonación que daba a cada personaje de las historias, los efectos de los arboles moverse cuando soplaba el viento e incluso el relinchar de los caballos era única, exquisita. Parecía que practicara durante toda la semana, alguna vez pensé que seguro mi madre tenía bastante tiempo de sobra o que definitivamente se adelantaba a leer los cuentos impresos en aquel viejo libro.

Después de leerme, mi madre me recostaba en su regazo y acariciaba mi pelo. Las horas parecían minutos, las manecillas del reloj avanzaban demasiado rápido provocando que el tiempo volara.

Nunca cuestioné a mi madre sobre la ausencia de mi padre ni el porque sólo me leía los fines de semana. Debía ser una costumbre que su madre había heredado, pensaba mientras finalmente terminaba por quedarme dormido recostado a un lado de mi madre; solo hasta que mi hermana mayor me tomaba entre sus brazos para llevarme a descansar.

Pero mi madre no solo me leía historias de fantasía. A ella le gustaba mucho que le platicara de la escuela, de Miguel y de Román mis mejores amigos.

Cuando yo no hablaba porque en ocasiones ni yo mismo entendía que pasaba, lo hacía ella. Me contaba acerca de mi abuelo Juan e incluso de Tomás, el perro que tenía cuando era tan solo una niña.

En mi memoria está intacto el día que habló conmigo de sexo; la pobre estaba tan nerviosa que titubeaba con cada palabra pronunciada. Me dijo que pronto mi cuerpo empezaría a cambiar porque me estaba convirtiendo en un hombre, en el hombre de la casa. Me hizo prometerle que cuidaría de mis hermanas y que nunca ni por equivocación golpearía a una mujer. Nunca lo hice, siempre fui fiel a esa promesa que le hice a los once años.

Conforme los fines de semana transcurrían, mi madre envejecía. Cada vez le era más difícil el sostener el viejo libro entre sus dedos deformados por el frío –decía ella- y su voz rasposa le impedía entonar sonidos que antes realizaba sin dolencia alguna.

Llegó el día que no pudo sostener más el libro, su espalda se encorvó y su andar se hizo lento. Así que comencé a hablar más. En repetidas veces le platiqué de la universidad y de mi novia Lety, nunca la conoció. Mi madre decía que era mejor así, que confiaba que yo sabría elegir a una buena mujer.

Mi madre murió un veintitrés de septiembre, estaba muy enferma. Enfermó luego de su ingreso al penal. Mi madre vivió quince años en un reclusorio femenil acusada de robo. Su error fue tomar un viejo libro de cuentos infantiles del cuarto de recovecos en la casa donde trabajaba, un libro despastado que nadie utilizaba. Sin embargo la acusaron de robar cinco mil pesos que la dueña había perdido apostándolo en un juego de cartas.

Por ello mi madre me leía cuentos solo los fines de semana, los días que me permitían visitarla en el patio del penal.


Nos leemos luego.






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