miércoles, 19 de agosto de 2009

El camino a la perfección.




Estoy sentado en la terraza de un reconocido café literario de la ciudad más importante de éste país que horas más tarde reportará su cifra más elevada de asesinatos intencionales -más de cincuenta en un solo día- el clima es cálido y por momentos una brisa suave refresca mi rostro.


Desde ésta posición mi visión sólo alcanza a percibir a mí costado izquierdo a un joven que interactúa con su computadora personal descargando un sin fin de emociones, el mismo que se aísla con un arma bastante poderosa y efectiva: un par de enormes audífonos; frente a mi el panorama es totalmente distinto, más humano, con una pareja que no para de mirarse y busca cualquier excusa para tocarse y con ello demostrar la fascinación del uno por el otro; a lo lejos se escuchan voces y risas que rompen por completo la tranquilidad que pretende proporcionar el ambiente. Mientras, yo me mantengo a la espera, debían pasar al menos veintisiete minutos antes de verte, así que me plantee comprar un libro de uno de mis autores favoritos -Haruki Murakami- para leer un rato, tomar un refresco de cola sin azúcar y fumar un par de cigarros.


He leído únicamente diez páginas de éste libro nombrado por su autor “Sputnik, mi amor” y ya me he encontrado con una frase que me ha obligado a detener mi lectura, beber otro sorbo de refresco de cola sin azúcar y recapitular mi aventurado día: “En nuestra vida imperfecta las cosas inútiles son, en cierta medida, necesarias. Si de la vida imperfecta desaparecieran todas las cosas inútiles, la vida dejaría de ser, incluso, imperfecta”. Estoy en ésta ciudad porque acudí a un evento del gremio veterinario -para lo cual también tuve que vestir formalmente, ya que, entre la selecta lista de invitados se incluían importantes figuras de la función pública- y por supuesto también, para comer juntos mientras charlamos sobre aquellos temas pendientes.


Sin embargo, previo a éste momento de calma que es interrumpida por las cada vez más ruidosas carcajadas que se pierden a lo lejos, el día de hoy comenzó muy temprano, justo cuando opté, por la premura del tiempo, ducharme con agua fría a las cuatro de la mañana después de programar erróneamente mi despertador a las 3:00 p.m. y no a las 3:00 a.m. (la imperfección se hizo presente) razón por la que no se cumplió con el objetivo para el que están diseñados todos los relojes despertadores: anunciar con una misma estridente melodía que es hora de abandonar la cama, a pesar de ello me despertó el conductor del taxi que pedí la noche anterior como parte de los preparativos que afanosamente intentaban impedir cualquier contrariedad para acudir puntualmente al punto de reunión de donde el transporte contratado que habría de trasladarnos al lugar del evento partiría a las 4:30 horas anticipándose a los largos periodos de tiempo perdidos por el atemorizante tránsito (no tráfico como comúnmente es llamado) vehicular que obligadamente incluye el visitar esta ciudad; en veinte minutos -un tiempo record, debo reconocer- estuve casi listo y digo casi porque terminé poniéndome los zapatos, las mancuernillas, la corbata, el reloj y el cinturón en el interior del taxi. Llegué retrasado solo por escasos minutos.


Sentado en la misma terraza del mismo reconocido café literario, me he puesto a pensar en la exigida tarea de crear una “vida perfecta”: elegir una profesión, estudiar cuatro ó cinco años, graduarte, conseguir un trabajo, continuar estudiando, comprar un auto, enamorarte, adquirir una casa, casarte, tener hijos, formar una familia y vivir de acuerdo a los estándares de la sociedad. Lo más curioso en este caso es que al final del día somos nosotros mismos quienes creamos el concepto de la perfección. Pero ¿qué sucede cuando la imperfección es parte de lo que eres y sientes?


Mi reloj marca las 13:30 horas, momento en el cual el entorno cambia por completo, se ha transformado en el íntimo ambiente de un restaurante, contigo justo frente a mí, en la mesa hay dos platos uno contiene una ensalada de pollo y el otro puntas de res en salsa de cacahuate, hemos decidido charlar sobre los temas pendientes, impacientes los dos, inexpertos los dos, tanto que no esperamos al postre para endulzar la charla que amenazaba con no ser lo que ambos queríamos, pero que sin duda alguna era necesaria.


Me has preguntado con tu característica actitud arrebatada ¿Por qué miras tanto mi boca? Reí, pero no te respondí. Me pareció que era obvio, el lenguaje corporal nunca se equivoca, la única razón justificada es que moría de ganas por besarte y guardar en mi memoria el sabor de tus labios.


La charla continuó, los temas nunca fueron los mismos, me confesaste incluso algunas de tus preocupaciones y temores. El tiempo pasó demasiado rápido según mi percepción y llegó la hora en la debías volver a la oficina a calcular el pago de los impuestos y realizar algunas llamadas telefónicas, yo por el contrario no tenía nada que hacer, pensé esperarte pero las probabilidades de que salieras a tiempo eran poco favorables, parece que poco a poco me estoy acostumbrado a tus horarios de oficina tan acaparadores.


Así que nos despedimos y si, efectivamente tenías mucha razón, lamentablemente las despedidas son muy difíciles, “Es espantoso cuando te despides de alguien que quieres que no se marche, que quieres y que anhelas permanezca a tu lado y que te abrace bien fuerte. La sensación de vacío es casi incontrolable y sufres porque la distancia impide el permanecer juntos en todo momento” dijiste, mientras tomábamos el café después de comer. Aún no nos alejábamos lo suficiente y ya comenzaba a extrañarte, pero súbitamente mi teléfono móvil vibró, era un mensaje tuyo que agradecía cariñosamente los momentos compartidos.


¿Acaso fue una tarde perfecta? Definitivamente no. Fue definitivamente imperfecta, porque así tenía que ser, porque así quisimos que sucediera, porque en la medida en que algo no es perfecto, se convierte en la causa obligada para mejorarla. Fue, simplemente, un breve encuentro casi perfecto. Tan cercano a lo perfecto que permitió que considerara inútil el frustrarme por el imprudente que no paró de discutir por teléfono mientras yo pretendía dormir en el autobús de vuelta a casa después de una “desmadrugada” y mucho menos con el final de la película donde tontamente la protagonista elige -muy para pesar de todas y todos- a la persona incorrecta y por supuesto tampoco me frustraron los extranjeros que te acosaron el fin de semana, porque si de algo estoy completamente seguro es que ninguno podrá robarte el corazón.


¿Crees que podríamos llegar a ser la pareja perfecta? Por favor di que no y así cada día nos veremos obligados a caminar juntos el camino hacía la perfección, nuestra particular percepción de la perfección donde las cosas inútiles como los finales de las películas que no nos gustan, lidiar con los extranjeros, ducharte con agua helada ó tropezar con la acera y pretender que no sucedió nada son, sin más, cosas insignificantes que rodean nuestras vidas casi perfectas.


Estoy a punto de caer profundamente dormido así que antes de rendirme a lo que bien parece será un merecido descanso, quiero prometerte una cosa: siempre te abrigaré con mi saco ó mi chamarra ó mi suéter y si no tengo nada que te haga olvidarte del frío, te doy mi palabra de abrazarte bien fuertototote.


Nos leemos luego.

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